domingo, 30 de noviembre de 2008

La matanza del cerdo

Con estos fríos, y ya pasado San martín, me viene a la mente aquella tradición, cada día más inusual en Valdorros, que era la matanza del cerdo.
El sacrificio de este animal del que se aprovecha todo, era un acontecimiento familiar. Y digo familiar porque toda la familia se involucraba en el mismo. Recuerdo como las mantanzas de entonces duraban dos o tres días en los que las familias confraternizaban, los niños jugábamos y para nosotros era todo un acontecimiento.
El primer día se sacrificaba al cochino montándolo en una banca entre tres o cuatro adultos mientras el matarife, que generalmente era mi tío, hundía el cuchillo afilado en el gaznate del bicho. Este se defendía con unos alaridos propios de una persona. Y hasta tal extremo llegaban los chillidos del cochino que se me ha quedado clavado como algo cruel y no creo que fuera capaz de volver a repetir aquella tradición hoy en día.
Con la sangre emanada por el agujero que mi tío le había provocado al bicho, las mujeres de la casa, le daban vueltas y más vueltas (una forma de batirla) para que no cuajase. Con ella luego por la tarde se harían las ricas morcillas burgalesas en una gran perola de cobre.
Una vez el cochino estaba bien desangrado se le tiraba al suelo dónde se le cubría de paja de centeno cortada con la hoz y de alrededor de 1,50 metros de altura. Esta paja se extendía por encima del animal y enderredor y luego se le prendía fuego.
Con manojos de paja ardiendo en forma de teas, se le pasaba al cochino por los costados de forma que se chamuscaran bien todos los pelos del tocino. 
Los niños, una vez acabado este trabajo que  nos gustaba mucho y en el que casi no nos dejaban participar por el miedo a que nos quemásemos, nos dedicábamos a jugar al fútbol con la bejiga del pobre cerdo.  Nosotros le llamábamos la zambomba. Luego bien entrada la tarde y, después de una larga sobremesa, los juegos de naipes, parchís y los juegos reunidos Geiper alisaban las horas hasta la cena. Pero, con diferencia, lo más divertido venía a la hora de irse a dormir. Jugábamos y jugábamos con las almohadas hasta que los mayores, ponían orden con la amenaza de los castigos. Una vez apaciguados, dormíamos de tres en tres en camas de 1,05 y tan a gusto.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Genial...